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13 Mirlos

ELEONORA FINKELSTEIN: POEMAS


 

La vida de los insectos

1. (Día del Señor)


Ese domingo bajábamos por los cerros

(donde la gente es rica y feliz)

en un Volkswagen bajábamos

pero no del todo,

patinábamos, en verdad,

sueltos y saltarines,

como si el viejo Volks se hubiera

convertido en trineo.

Íbamos igual

que aquellos niños de Eliot

pero por montañas sin nieve,

rojas y azules.






2. (Rezo por vos)


¿Cómo bajar?

—Todos en misa, como siempre —dijo.

Y era cierto:

tantos culpables reventando las iglesias.

Más de diez en veinte

cuadras a la redonda. Qué ciudad tan especial.

—Debería rezar —susurró—, mi madre está muriendo.

—Todos estamos muriendo

(“With a little patience”, pensé)

“con un poco de paciencia”, recité.

—En cuanto a rezar, tengo mis dudas:

un poema es una oración.

3. (El primo Gus fumaba grass)

—Guíame —pidió—, nací en una ciudad ajena.

A mí, a una recién llegada.

Le di tales señas que terminamos

en la cima del mundo. Bien.

—¡Guíame! —rogó, ahora con los ojos en blanco.

(¿Estaba rezando?)

Pero yo miraba las luces allá abajo como almas

y la luna allá arriba como a la hostia consagrada.

(—Qué buen pot —pensé).

—Primo —le dije—, no puedo guiarte,

pero debo confesar algo incómodo:

últimamente rezo casi todo el tiempo.

Me parece que creo en Dios.


Ofelia o el abandono


Ahora cerrará los ojos

cruzará las manos sobre el pecho

e imaginará que sostiene

un manojo de hierbas.

Es perfecta.

Tiene el pelo brillante

y los labios relucientes.


Si finalmente la hubieran llevado

los mendigos o los actores con ellos

estaría bailando y por supuesto

ya no sería virgen, ni siquiera rubia

y acaso ni danesa.

Pero el destino es la elección obligada.


Y va demente de río en río:

morir / dormir / soñar

morir / dormir

soñar con la eternidad del cuerpo.

Pero el agua es fría y corre

y ella es más fría

y pálida

con venas azules y la sangre helada.

Sus piernas son blancas,

sus piernas son tan blancas.

Y las uñas de sus pies son iguales

a las uñas de sus pies a los diez años.


Vidas paralelas


Él había vivido en una iglesia, pero ya no.

Ella trabajaba en un bar y nada qué hacer.

Llegaron al hotel y alquilaron la misma habitación

para pasar los meses fríos.

Pero fue en inviernos diferentes

(a cual peor).


Él buscaba una mujer

(ahora que su madre había muerto

casarse ya no le parecía tan mal).


Ella juraba conocer a los hombres:

todos diferentes, ninguno bueno.

Mejor sacárselos de la cabeza.


Él ya no estaba seguro

de que Dios se ocupara de sus cosas

como cuando era un niño. Pensaba:

la providencia es un asunto inestable.


Ella vivía dispuesta a creer

en cualquier cosa menos en Dios.

Adoraba las pirámides, los cuarzos y leía el Tarot.

La suerte está echada, le gustaba decir.


Cuando llegó cada respectivo verano

(a cual peor)

los dos siguieron su camino

con la promesa de volver en el otoño,

pero nunca más los volvimos a ver.


Si hubieran aparecido alguna vez al mismo tiempo

(con esa esperanza increíble que sostiene a los derrotados)

si hubieran pasado juntos el invierno

de un mismo año, en esa misma habitación,

se habrían dado cuenta de que estaban

equivocados en todo.

En todo, excepto en aquello

de que ni Dios ni la suerte

intervienen en los asuntos sencillos.

Las cosas solo pasan:

a veces sí, a veces no.


Delitos menores


Los recuerdo perfectamente bien.

Con nombres y apellidos.

Robaban y venían a mí como a una diosa

con las mochilas llenas de cosas inútiles:


felpudos que decían Welcome

pero se ataban a los muros con cadena.

Faroles como animales eléctricos

a la intemperie.

Enanos de yeso y toda esa porquería

de “somos una familia feliz”.


“No pasarán”,

rayábamos en la entrada de nuestras casas

y reíamos encantados, convencidos de algo.

No sé bien de qué.


Dicen que la verdad limita con la mentira.

Dicen que igual hace lo suyo mientras puede.


Por mi parte, miraba al cielo y languidecía,

pensaba en la inteligencia que

—aunque no se notara a simple vista—


contenía en sí mismo todo aquello.

 

Eleonora Finkelstein (Mar del Plata, 1960) poeta y editora. Publicó Hamlet y otros poemas (1997), parcialmente traducido al inglés (Hamlet and other poems, 1999), Las naves (2000), Delitos menores (2004 y 2016), Todo se transforma (2017), Grandes inventos (2018) y Partes del juego (2018). Desde 1991 reside en Santiago de Chile, donde se desempeña como directora de RIL editores. Es co-fundadora y directora de Ærea. Revista Hispanoamericana de Poesía, y de sus colecciones de poesía y traducción.

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