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  • 13 Mirlos

FERNANDO QUILODRÁN: 5 POEMAS


 

Cosas del inmigrante

Estoy solo. Se trata solamente de un dato. Es que he cerrado mi puerta. Afuera el tiempo se divide en infinitas vidas, en actos, en pensamientos, en palabras, también en otras puertas. Se trata de que he venido de muy lejos, y estoy cansado. Ya no soy material para la Historia. Estoy cansado. Conmigo no cuenten. Oigo antiguas canciones y pienso palabras de otro idioma. Tal vez lo mismo le esté sucediendo, ahora, a otro viejo inmigrante. Nuestros pueblos quedaron atrás y nuestra historia fue tan pobre que casi no nos alegra recordarla. ¡Qué afuera estábamos de lo que transcurría! Ya entonces estábamos, ya entonces, cansados. A pesar de los gritos y las carreras, a pesar del amor probado en noches sin luna. A pesar... La mayor alegría era dormir, instalarse en el lado mágico de la cama, acariciar con la mejilla el frescor de la almohada. No teníamos pensamientos, tan sólo sensaciones. El mundo poco a poco, muy poco a poco, nos iba percibiendo. Cuando nos dábamos cuenta de eso, nos sentíamos tristes. Y, a veces, llorábamos. Quizás nos interrumpieron y el mundo y nosotros no pudimos seguir hablando. Quizás porque tuvimos que aprender el idioma de la supervivencia. Quizás, entonces, no nos dejaron llorar lo suficiente. Vino la partida, o mejor dicho la llegada. El inmigrante trae tan pocas cosas... Aprendimos los gestos necesarios, las experiencias locales. Lo que aquí sirve para decir "tengo hambre", "quiero dormir", "te quiero". Esto era demasiado grande y todo lo hacíamos a título provisorio. Un día el hijo, la mujer envejecida, la casa gastada nos despertaron. Fuimos notificados de la realidad. Se nos obligó a borrar el dibujo de nuestras alas. Pero seguimos siendo provisorios. Queríamos descansar al final del día y nuestro descanso era apenas otra rutina. Estaban los compañeros, estaba la escuela de nuestros hijos, estaban las huelgas, estaban las alegrías y estaba la espera. A veces, cuando puedo, aunque con un poco de vergüenza, cierro mi puerta y quedo solo, oigo antiguas canciones y pienso palabras de otro idioma. Tal vez lo mismo le esté sucediendo, ahora, a otro viejo inmigrante. Nos tienden las manos y las estrechamos (para que no nos sintamos tan solos, y las estrechamos). Se trata solamente de un dato. Lo que ocurre es que he cerrado mi puerta y me he quedado, provisoriamente, solo.



Mis visitantes Esos hombres eran robustos y enérgicos y me vinieron a ver a mi piecita de tercera Andaba pidiendo precios por pasiones pues se habían cansado de usarlas de prestado. (O tal sería que ya se les notaba demasiado.) Me dijeron que les hablara de mis instintos Ellos llegaron son su grabadora a pilas y sus razones a cheques. (Con lo que me pagaron por esa sesión pude comprar un libro de Queiroz y actualizar mis deudas.) Le hablé de mi certero instinto de no propietario, de esa viva convicción que me invadía a cada comercio, a cada auto, así como a cada casa, y aun ante los más humildes objetos: no son míos. Les expliqué que esa certeza era la base metafísica de mi relación con el mundo, y por consiguiente de mi existencia. (Creo que me entendieron porque borraron la cinta: es seguro que para algo tan simple ellos no necesitarían acudir a su ayuda-memoria.) Entonces me preguntaron si era feliz. (Previamente y con suma discreción uno de ellos había revisado mi armario en busca de camisas.) Yo les respondí que en verdad sí. Yo les respondí que en verdad no. No me agrada mi estado, caballeros, les dije; estoy un tanto cansado de no tener nada. Como aparentaran no comprender (yo me di cuenta de que sólo para inducirme a continuar), proseguí: no deseo los bienes del prójimo, y por eso quisiera no desear los bienes del prójimo. Y les aclaré que de todos los bienes de la tierra, sólo deseaba todos los bienes de la tierra. Quisiera, les insistí, perder alguna vez esta molesta relación de no-propietario (y les confesé que a veces me daba un poquito de envidia) y por eso sueño con sentirme alguna vez a gusto con mi instinto de no-propietario. Ellos comprendieron con suma amabilidad y en seguida me preguntaron si sentía odios. Les dije que sí, que muchas veces, pero cuando eso me sucedía me calmaba, simplemente, odiando. Estuvieron muy gentiles y uno de ellos me dijo al irse algunas frases amables.



Yo seré más silencio


Yo seré más silencio.

será menos el mundo.

No lucirá la aurora satisfecha

mis sábanas de verbos.

No sufrirá la mar mis adjetivos,

pesados, hoscos, verdaderos.

Recobrarán los árboles el verde

monótono de ayer de a mi mirada,

y la ciudad combinará tan sólo

sus transeúntes sin historia,

apenas si existentes.

El exaltado pueblo que me habita

se morirá en mi muerte para siempre.


Conócete en mí


Ya que has llegado, entra,

conoce mis veredas de hojas secas,

descúbreme el silencio que no ha dicho,

desnúdate de voces adheridas.

Me dijo el tiempo esa paloma herida,

aquel pan de mis manos

y la neblina que cubría las timideces de la piedra.

Hay tanto mundo en el mundo, hay tanta tierra

para míseros ojos.

Somos tan pocos para tanto océano,

y las olas se tienen un dialecto de sales,

que no entiendo.

Las olas aullando contra mi playa.

¡Cómo no llevaremos el corazón callado!

Y en la tarde que cae como cansados versos,

es amargo el espejo que estrecháramos

heridos de amor.



Mientras cae el rocío


Mientras cae el rocío y hunde el alba sus puñales sin causa,

se desata tu nombre entre los hollines de mi ventana.

Mientras cae el rocío y, dulce fruto.

en mis dedos de niebla te desnudas.

Te pétalo.

Te hojas.

Que en las goteras duras del silencio veo plazas sin voces.

Veo plazas prohibidas que como si aguas ciegas

descienden la ciudad que nos ausenta.

En las acequias de mi memoria se vacían

las venas,

de espejos ebrios de tiempo.

Que todas las puertas no son sino esa puerta por donde nos salimos.

Que nos vamos naciendo contra un olor de umbrales detenidos,

y tu paso los óxidos de ramajes estorban, funerarios.

Que nadie atiende a los debocados corceles del sueño.

Nadie pregunta el nombre del que no va consigo.

Nadie mira las sangres que bajo los párpados de las estrellas

se muerden solitarias en la última equina.

Que nos llueve sus yesos moribundos el océano.

Que pocas veces fui a mí mismo y tantas no estuve:

sólo algún texto traicionado,

sobre mis hombros como si un cadalso.

Y así muele la rueda oscura mis pobres materiales.

Y nos duele y nos muere,

y son cenizas derrotadas el pan de la jornada.

Porque todo es inútil y rocío.

Porque todo me es duele y tiempo.

 

Fernando Quilodrán (1936 – 2017). Durante varios años fue director del semanario El Siglo, además de presidir la Sociedad de Escritores de Chile (SECH) los años 1999, 2001 y 2003.

Entre sus obras más destacadas se incluyen Los materiales (1972, obra ganadora del Concurso de Poesía Carlos Pezoa Véliz, Había una vez un pueblo (1982), Poema (1983), Vitales mereciéndolo (1985), De tiempo antiguo y lluvia (1993), Un suicidio común (2000), Averiguación del tiempo y otros poemas (2009), entre otras tantas obras de cuentos, novelas y poesías.

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