
El mandril
En la caja de música gira un mandril
con su barba amarilla, dientes de sable.
Ya no pregunta cómo, cuándo, por qué.
Sólo da vueltas y vueltas:
resignado al martirio, cierra los ojos
como un grumete bajo una tempestad
sin saber qué es peor,
el naufragio o la náusea,
mientras suena de nuevo Para Elisa
y el dormitorio gira alrededor
a la velocidad del firmamento
y los zodiacos.
La vida interior de un baterista
Toca su batería el mono de latón
perfectamente atornillado a su banqueta
mediante una rosca rectal que todavía
mira perpleja el oscuro interior de ese cuerpo,
tratando de distinguir alguna forma, un signo
trazado sobre un cielo de agujas y pajares,
confiada en que algún día podrá comprender
la piel de topo que la ciega y la seduce
para que imagine “cosas”, constelaciones
de arácnidos u otras pareidolias posibles
en ese fondo de petróleo, considerándolas,
como el peregrino falaz de Flammarion
asomado al otro lado del firmamento,
aunque no sean más que bellos sucedáneos
de lo que no puede saber:
por ejemplo que todo
fue difunto de fábrica, vaciado
con cuchara en la autopsia natal,
o que no son más que un juguete navideño
esos tambores que resuenan
más allá de la noche espesa.
Un tamborilero
Disfrazado de ascensorista
tañe y tañe su lúgubre fanfarria
aunque ya nadie la soporte
y ni siquiera él conozca su mensaje,
su maldición, su irremisible peso.
Mientras duren las pilas (son eternas)
confía en la fuerza de la electricidad
que vuelve saciedad el hambre,
costumbre el tedio, flor
de sal en medio del desierto.
Le basta que rebote su redoble
hasta volverse cotidiano entre los muros
como el rumor nocturno de las calles
cuando se mezcla con el llanto
ahogado de los hijos:
todo tan familiar que difumina
hasta la última señal de sus delitos
mientras flamea frente a La Moneda
nuestra enorme bandera y su frufrú
lo apagan bocinazos y sirenas.
Mercurio
Los niños jugarán con el termómetro
al viejo delirio de las tercianas
donde verán sus propios desiertos de Gobi
—un instante en la edad provecta:
sólo arenales de rencor cruzados
por enormes gusanos de cinabrio—
poniendo a prueba la resistencia del mercurio,

su aguante ante la desmesura,
hasta que huyan de la cárcel
sus perlas de ensayo y error.
Un solo descuido es el recuerdo.
Los verbos se repelen o se atraen,
a veces incluso se funden —recordar
era una oscura colisión entre titanes,
dos soles devorados mutuamente,
sangre y sangre, rapaz coágulo—,
pero pongamos que esta vez sea hermosa
la carrera del chasqui primordial:
una siesta de sedosos leopardos.
Después podrán saber
cuánto veneno había en ese juego.
Cuánto carácter.
Cuánta perfección.
Año 96
Con este viento leve
justo en la mitad de la primavera
la cinta de un cassette de los Beach Boys
enmarañada entre las ramas
azules de un jacarandá
toca otra vez un silencioso quejido
que trata de meterse en las orejas
como alfileres de un torturador
entre los dedos y las uñas,
o quizás sólo son los gritos
electrizados de un feriante.
—Así es el país— pongamos que dice,
mientras le da otra vuelta
a la desvencijada manivela.
Para ser uno mismo
Al viento le gustaban los peinados
difíciles, tan arduos que dijeran:
“Seré una tumba”.
“No temas”.
“Bésame y ya veremos”.
Nada de transparencia,
nada de pastelazos en la cara,
para ser uno mismo:
dromedario, narval sin esperanza,
uno mismo entre sus nenúfares
llenos de ranas.
La esencia de vainilla adoptaba la forma
interna de la piedra pómez
cuando penetraba sus túneles vacíos,
sus tierras muertas, su reloj.
Así era ese modelo:
gamas de azul, distintos hielos, distintas
cavernas para la misma química sustancia:
el agua cristalina del arroyo
bajo las condiciones más diversas.
Bajo el martillo, bajo el dinero,
palabras como “amor”, como “sangre”,
daban perros,
conejos,
pangolines,
bestias, en todo caso, sensibles y adorables,
bestias debidamente articuladas:
imágenes, en fin,
más vivas que las huellas dactilares
del perdido informe forense
de nuestro amor: esa cosa extraña
en que alguna vez supe quién era yo
y quién o qué las demás cosas
que flotaban alrededor
de nuestro centro incógnito.
Leonardo Sanhueza (Temuco, 1974). Columnista desde el 2000 del diario Las Últimas Noticias, ha Publicado en poesía Cortejo a la llovizna (1999), Tres bóvedas (2003), La ley de Snell (2010), Colonos (2011) y La juguetería de la naturaleza (2016). También ha incursionado en novela y ensayo. Su trabajo ha merecido diversos reconocimientos como el Premio de la Academia Chilena de la Lengua, Premio de la Crítica, Premio Internacional Rafael Alberti, Premio Manuel Acuña. Por el conjunto de su trabajo recibió el Premio Pablo Neruda de Poesía Joven 2012.
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