
COMO UNA LLUVIA DE GAS SARÍN
Todo comenzó así:
Sobre la marcha avistamos el rasgado cielo de
/Oklahoma
abriéndose como un gran tajo de sangre aérea.
Poquita Cosa no podía estar demasiado lejos.
Pero estaba. Nos arrastraba la navegación
/electrónica.
Habíamos vaciado mil noches
/en los parqueaderos de East Elei,
y alojado en oscuras clínicas de metadona en
/Talajasi
(Flórida). Nos conocían en ciertos hospicios de Panamá;
y también en algunas de las plazas mexicanas
más cercanas al calor del seboso infierno que al nuestro.
Los buitres de la frontera ya nos lo habían advertido:
Si quieren cambiar el mundo (¡y qué mundo!)
absténganse de negocios con la grilla revolucionaria.
A esas culebras, el poder y los dólares les producen
alucinaciones y todo tipo de efectos ópticos”.
Pero nosotros (como siempre) desoímos los buenos consejos,
nadie quiere congelarse con la podrida verdad.
Lo que buscábamos ya lo habían buscado otros.
Y cuántas veces. “Suerte es que te deseo, agonía”,
repetíamos; aunque eso no sirviera sino para sacudir
a la fuerza los mismos trapos sucios de la patria.
En el D.F. nos recogieron (X-504 y su tropa)
aunque ya habíamos andado un buen trecho juntos
por el patio trasero de este mundo tan nuestro.
Nos hacíamos llamar “Midori y sus panketas aterciopeladas”,
y viajábamos alucinadas con el eleve de fierros
con el cual íbamos a inaugurarle el rostro a Santiago de Chile.
Nos detuvimos un rato en Maiquetía a vender el infecto OxyContin americano
pero allí el perro de Diosdado nos quería dar caza
para seguir asustando a la población y mostrarnos
como trofeos de su piroba cruzada antiimperialista.
Parecíamos una tropa de ángeles de mala madre
y el viento siempre nos daba en pleno rostro.
X-504 le echó un vistazo a Midori y sus muñecas de la muerte,
entonces pensó: “En La Moneda
nadie le va a dar la bienvenida a este ángel loco
y sus soldados de terciopelo.
Estas muñecas van a caerle a los perros chilenos
como una lluvia de gas sarín”.
X-504
Así era X-504 cuando se echaba a andar.
A pesar de todos esos viajes
no había perdido su destello inicial
y lo que le salía así de tantito fuera de él
era una zona de poder
donde no se podía acudir con palabras.
X-504 había sobrevivido a varios
agujeros sin fin
e innumerables espejismos de la mente.
En Arizona solía meditar en la jodida suerte
solo para concluir que no había tal suerte
y lo único a la mano era echarse a rodar
sin pensarlo demasiado,
porque toda trinchera era un cementerio
y él, en esa época, era demasiado rápido para la muerte.
Cuando lo conocimos en Shoní
nos habló en una lengua
que no podíamos entender,
pero nosotros, a pesar de todo, captamos el mensaje.
Nos decía: “No hay sino la pinche suerte.
No sé ustedes, pero ahora lo que toca es abrirse”,
y decía esto mientras acariciaba al perro Argos
y el tiempo se revolcaba en el lodazal de los días.
No le dimos más vuelta al asunto,
ahí mismo lo decidimos: lo que tocaba
era asignarles a nuestras vidas
una luminosidad de distinto calibre.
Todo ese desamparo (habíamos aprendido)
era aún peor que la mordida de una de esas torcidas
culebras a las cuales les disparábamos en plena cabeza
para sumarle por puro gusto más muertos
a esa revolución llevada tan a contrasentido.
“LOS QUE SUCUMBEN
TAMBIÉN RESPLANDECEN
(Crotalus atrox, Caribú, mirá)
Teníamos hienas como conejos, coyotes ciegos
y perros tropos como Argos, el perro inmortal
del ciego Homero. Y serpientes para comer
sobre estas tierras tan regadas
con las últimas porquerizas del capitalismo.
“Petardo, mirá”, y le indiqué el páramo vacío.
Crotalus atrox conferenciaba a esas horas
sobre los pocos tiliches que le quedaban a la vida.
No los pensábamos negociar ni en esta vida ni en la otra.
A su regreso, X-504 nos repitió (padre)
lo que le habían encajado al otro lado del mundo;
otro chorro de la eterna revelación:
Hay los que huyen y no son tentados por el desastre
y se salvan sin ser piadosos,
pero los que sucumben también resplandecen
y en su frente un signo los ilumina.
Yo agarré al perro Argos y me mandé a cambiar,
allí estaba el desierto trepanado de mi propia mente.
Midori –expedita como era– atajándome me arrimó
a la verdad con palabras ásperas como el odio.
Las juntó en un montón para que yo me acomodara
porque los pensamientos me andaban inquietando
por dentro de los huesos como un negro rumor.
Como aquel que al amanecer vela sus armas
y en las láminas de la locura escribe la palabra “volveré”,
él vendrá y yo con él; y con nosotros el final.
Yo lo sé, por Dios sí lo sé, Caribú pequeño,
hijo de la memoria y mío, luz solar, pan y sal
de cuanto puede ser en verdad recordado.
Arrímate ahora a este remanso
donde todavía queda un poco de vida
y olvídate de cómo en Poquita Cosa
se va a chamuscar hasta el último
podrido escarabajo de este recalentado planeta.
MI NOMBRE ES MIDORI
(Todo el supply mental)
Mi nombre es Midori
y partirle la madre a la tropa chilena es mi asunto.
En los portales de la locura
he dado con una palabra que no era falsa,
una palabra para la cual lo dicho en secreto
era como esa jalada de la que andábamos tan necesitados.
Eso fue hace mucho tiempo
cuando no había que poner toda esta palabrería
en los dormitorios falsamente amoblados de la memoria
ni repartirla en el mundo
como si nos fueran a cortar con violento gesto
todo el supply mental.
De noche veo el dócil tábano azul de la memoria
posarse sobre los violentos centauros de la indolencia,
veo a alguien hablar de lo entrevisto un día
para el cual la lluvia
era como la perfección
del hexámetro y su música antigua.
Mi nombre es Midori, Caribú pequeño
y qué bien lo sabes tú, petardo, hijo de mi luz y mi sombra.
A más de uno le he embargado sus días y sus noches,
pero eso de nada nos sirve ahora;
porque ya podíamos vérnosla
con el pinche fósforo con el que se incendian
las comarcas más lejanas de la mente.
Lo único que quedaba era esperar a que escampara
a ver si en estas tierras llevadas tan a contrasentido
alguien por fin nos escupía de vuelta la luz
y los verdaderos signos de la escritura.
Pero la tropa chilena ya había cubierto todo
con su cerrazón del alma y sus números pequeños.
Por eso, ellos son ahora mi asunto y mi enfermedad.
CUANDO EL MUNDO ERA ANTIGUO
(Inter arma silent leges)
Ante tanto baboso y tanta porqueriza de la mente
no queda sino ponerse a leer y darle trabajo al espíritu.
Ese mismo que más de una vez
se nos había rajado en la mitad del camino.
Midori sacó cinco de sus rollos de papiro
y comenzó a leerlos en voz alta.
Cuando Caribú iba a decir algo, Pope lo atajó:
“No manches, Pelusa, hoy nos toca escuchar.
Hubo un tiempo en el que el mundo era antiguo”.
En Managua el cielo era claro y abierto,
la luna se comportaba como una oveja blanca
y panzona suspendida en el cielo,
había que despanzurrarla con palabras
traídas desde el otro lado de este pinche universo.
Midori hizo una pausa y leyó con la mera
voz que el Padre de los madrazos
le había concedido al comienzo de sus días:
La vida es una habitación invadida por la plaga,
un día ardiente y los pálidos vidrios de la melancolía,
lo dictado por el amor o lo entendido por los signos.
Todo ha sido necesario como la utopía y su olvido.
También los símbolos un día abandonarán su esplendor.
La duración de las cosas es un pacto cuyo destino desconocemos
y, sin embargo, hay una hora donde la gracia es depositada.
Esta es la vida, esperar una hora en medio del arenal,
una hora para la cual no estamos nunca preparados
y escuchar su rumor desde el descampado de los días.
Y no le incrementamos nada a lo dicho.
Midori guardó sus papiros y X-504
no quiso saber más de nosotros por el resto del día.
Cuando el mundo era antiguo
los manes con solo hablarte
te daban tremendo jalón epistemológico.
Hoy nadie conoce la llave de ese secreto.
Cuando Midori miró el cielo, la luna ya no estaba allí.
CARNE VIVA ENTRE FIERROS CALIENTES
¿Y qué esperaban?,
¿que los libros los cuidaran los que no leen?
Estas bellezas eran los perros chilenos
y el amor de estos perros era como beso de sicario,
pura muerte traqueta, como esos hoyos negros
que andan por el cielo sin madre que los reconozca.
Ni leían ni les importaba el infierno que les esperaba,
para ellos todo era saquear y destruir;
ya le habían metido mano a La Moneda,
y, como siempre, operaban en silencio y de mala fe.
Desde los bunkers del desierto de Atacama
ni se enteraban del gran incendio de la Biblioteca Nacional,
pues ya nada importaba, todo estaba echado a perder.
Así es que con Caribú y X-504 nos fuimos para allá
como si fuéramos a dar a luz con esa pura basura.
Vieras cómo ardían los libros de la República,
carne viva entre fierros calientes,
papeles de anticuarios, colecciones privadas,
todo era gasolina para este nuevo delirio llamado Chile.
Las llamas se elevaban hacia el cielo
hasta tocarle el culo a Dios.
Allí mismo, frente al Santa Lucía
los apiñados y los curiosos aplaudían sin saber por qué.
Parecía que alguien les había enrayado de nuevo la mente
con eso del carnaval perpetuo y el bazuco celestial.
¿Y quién iba a hacer algo
si quemar libros era mejor que leerlos?
Había que reconocerlo, estas coscorrias
sí que sabían desprenderse de la historia nacional.
UNA EMBESTIDA DEL FUEGO NUCLEAR
¿Adónde irían a parar los muertos
si comenzáramos a olvidarlos sin previo aviso?
¿Hacia dónde nos dirigiríamos todos nosotros
si ignoráramos las huellas de todo
aquello que nos ha precedido?
¿Nos señalarán los muertos el lugar exacto
donde habríamos de resguardarnos
cuando se aproxime
próxima embestida del fuego nuclear?
Arde el mundo, los océanos
y los desordenados animales de la lucidez.
Ningún viento sopla y nos impulsa.
Veo entonces en las grandes pantallas del mundo
un laberinto de azufre y odio,
a nosotros perder la memoria y errar,
a la palabra cansada y a un dios llorando,
pues nuestros muertos callan y nos abandonan
y ya no sabemos cuáles fueron nuestros nombres
y por qué deberíamos perdurar.
Y TANTO OTRO LLEGADERO
(con forma de cruz y olor a tierra)
Lo que vi al filón del abismo
no tiene nombre,
se asentaba
en el inmenso vocabulario de la nada.
Ese día íbamos a toda velocidad
y veníamos más locos que nunca.
Sentíamos que estábamos muertos
y que todo era el final de la misma historia.
X-504 iba a mi lado
partido en dos a causa del ácido de la mente,
el cual lo traía alzado por sobre la superficie del mundo.
La carretera se abría como una pálida cicatriz
en medio del desierto de San Luis de Potosí.
Atrás quedaban Las Vegas y el mugroso Acapulco,
Los Mochis y tanto otro llegadero anónimo
con forma de cruz y olor a tierra.
Íbamos muertos, digo
porque hay que morirse primero
antes de asomarse al acantilado
donde los poetas cortan
sus imaginarias flores azules.
A esa velocidad vi la luz
estallar en mil pedazos.
Entre las constelaciones
eléctricas de la conciencia,
una luz me quemaba los huesos.
Vi a los niños heridos de dios,
clavados con un puñal a una roca
donde sangraban como animales testarudos.
Traté de conjurar ese dolor, pero fue en vano.
“¿Qué cojones fue todo eso?”, dije.
X-504 no pronunció una palabra.
En el borde del acantilado
sopla un aire cortante y helado
que te parte la cara.
Sobre una delgada capa de hielo
alguien escribe una palabra que no existe.
*Fotografía de Carolina Rueda. Buenos Aires, 2024.
Marcelo Rioseco (Concepción, 1967). Poeta chileno americano. En 1994, su libro Ludovicos o la aristocracia del universo (1995) ganó el Premio de Poesía “Revista de Libros,” otorgado por el Diario El Mercurio en Santiago de Chile. A lo largo de su carrera literaria, ha publicado los libros de poesía: Espejo de enemigos (2010), 2323 Stratford Ave. (2012) y La vida doméstica (2016), este último galardonado con el “Premio Academia” otorgado por la Academia Chilena de la Lengua al mejor libro del año. Su libro de poesía, Olivia en los suburbios (2020), fue publicado en España por la editorial Valparaíso Ediciones. En 2024 publicó Midori & 18-O y una antología de poesía titulada Poesía Selecta con la editorial venezolana La Castalia.
Entre los años 2000 y 2002 fue editor del periódico de poesía en serie, Noreste. La vida peligrosa. Ha conducido programas de radio en Chile y Estados Unidos. Actualmente, Marcelo Rioseco es el Editor General de la revista de literatura latinoamericana Latin American Literature Today (LALT), publicada tanto en inglés como en español por la Universidad de Oklahoma en Estados Unidos. En 2021, LALT recibió el “Whiting Literary Magazine Prize” como la mejor revista de literatura digital del año en Estados Unidos.
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